sábado, junio 23, 2007

Dime cómo bailas...


El saber popular indica que tanto para bailar como para pelear hacen falta dos. La verdad es que apoyo este pensamiento.

También dicen que las relaciones -especialmente las de pareja- se asemejan a un baile, una danza que puede ser muy hermosa o muy desagradable, todo depende de los bailarines, la música, el momento, los pisotones, el ambiente y otros varios detalles que están involucrados en este "bailar de a dos".

Juguemos al juego de las analogías. Cada pregunta que viene a continuación está basada en el baile y también aplica al tema de las parejas. Creo que aplica tanto para hombres como para mujeres.

Desde el primer momento, incluso cuando no estamos bailando, ya tenemos una actitud. Por ejemplo, ¿Eres de los que se expone en la pista para que lo saquen a bailar? o ¿Eres de los que se esconde para que ni de vaina un tipo venga y me saque a bailar?

¿Eres de las que mira a todos los hombres de la fiesta a ver con cuál te gustaría bailar? ¿Eres de las que ni siquiera se fija si hay música en esa fiesta? o ¿Eres de las que va a la fiesta como quien no va, con el cartel de "no disponible" pegado en la frente?

¿Eres de las que saca a bailar? ¿Eres de las que espera que el tipo te saque a bailar? ¿Le sonríes al hombre con el que quieres bailar para hacerle saber que tienes algún tipo de interés? ¿O disimulas para que no crea que la tiene tan fácil?

¿Aceptas al primero que te saca a bailar con tal de bailar con alguien, por aquello de "a mí nadie me quita lo bailao"? ¿Esperas a ver si llega alguien que te guste mucho para bailar? O, por el contario, de tanto esperar al parejo perfecto, más de una vez de te has regresado a tu casa sin bailar.

Digamos que ya estás bailando... bien sea porque sacaste a bailar o porque te dejaste sacar. Ahora, comienza la verdadera acción.

A ver. ¿Quién lleva el ritmo? ¿Te dejas llevar por tu pareja o tratas de imponer tu estilo de baile? ¿O poco a poco van encontrando un ritmo común y que nace de ambos?

Mientras bailas, ¿observas a las otras parejas? ¿Te fijas cómo bailan los otros? ¿Miras a ver si te están mirando? ¿Te sientes intimidada porque hay otros que bailan mejor que tú y parecen más felices que tú y tu pareja? ¿O te concentras en tu baile, en hacerlo cada vez mejor?

Imagina ahora que tu pareja te pisa... ¿Qué haces? ¿Te vas inmediatamente a sentar? ¿Disimulas que no te dolió? ¿Le dices a él o a ella que no importa aunque por dentro lo o la estás insultando por pisarte? ¿Le dices que tenga más cuidado para la próxima y sigues bailando?

Si eres tú quien pisa al otro, ¿le pides disculpas? ¿le dices cuánto sientes haberle causado algún dolor? ¿No pides disculpas porque "no fue para tanto"? ¿Te quieres ir a sentar inmediatamente porque no te permites otra equivocación?

¿Cómo bailas? ¿Cómo vives en pareja?
¿Cómo quieres bailar? ¿Cómo quieres estar en pareja?

viernes, junio 15, 2007

El premio mayor


Juan ganó la lotería, pero aún no se había enterado.

La noche anterior, mientras la joven modelo sacaba los números de la suerte, Juan dormía profundamente. Había tenido un día de mierda. Y sólo quería desconectarse del mundo y de sus inmundicias. El billete de lotería dormía también, en la cartera de Juan, justo en la mesa de luz, al lado de las llaves y del celular.

Esa mañana amaneció de pésimo humor. Le dolía la cabeza. El perro, una vez más se había hecho pipi al lado de su cama y apenas puso los pies en el suelo y se enteró de la gracia de Sultán, soltó la primera grosería del día, que no sería la última.

Se bañó con agua fría. Lo ha venido haciendo así, desde que el calentador de agua está malo. “Dicen que es bueno para la circulación”, se repetía para sus adentros mientras brincaba para tratar de soportar el agua helada que chocaba contra su cuerpo. El champú se le había terminado, así que tuvo que lavarse el cabello con el acondicionador. Juan estaba aburrido de su mala racha, de sus recientes 30 años de mala suerte. Juan estaba por cumplir 31.

Se vistió. Se miró al espejo y no le gustó lo que vio. “Mierda, ¿en qué momento me convertí en esto?”, se dijo al ver su reflejo. Llevaba traje y corbata. Una vez más se disponía a ir a un trabajo que no le gustaba, que lo estresaba y que le había costado su más reciente úlcera gástrica y unas cuantas subidas de tensión que habían preocupado a su cardiólogo de cabecera.

Esa mañana hacía un calor insoportable. Comenzó a sudar apenas salió del edificio. Se fue caminando hasta la estación del metro. Empapado de sudor antes de las 8 de la mañana. Sin saber que tenía dinero suficiente como para comprarse un auto nuevo con aire acondicionado y chofer, si lo quisiera. Juan aún no se enteraba que era millonario de dinero. Lo que sí tenía claro es que sus emociones estaban en quiebra.

Mientras iba en el metro, apretujado entre las personas, sintió los ojos de una mujer mayor clavados en su rostro. Se sintió un poco más incómodo de lo que ya estaba. Trató de ignorarla, pero no pudo. Ella no pestañeaba, sólo lo miraba. Él no pudo saber si la mujer sonreía o no, lo que tenía en la boca parecía una mueca y Juan no pudo descifrarla.

Como por arte de magia, todas las personas se ese vagón se fueron bajando, de tal manera que sólo quedaron Juan y ella, la vieja que lo miraba. Juan se asustó, pensó que lo único que le faltaba era que una señora mayor le quitara los últimos 30 mil bolívares que le quedaban hasta cobrar su próximo sueldo en 10 días.

Ella se acercó en silencio. Lo miró. Juan impávido. No se atrevía ni a moverse. Ella lo tocó en la cara con cierta ternura. Él no entendió la caricia. Ella le dijo: “Eres millonario, lo que pasa es que aún no lo sabes. Lo peor de todo es que no podrás disfrutarlo.” Dicho esto, bajó del vagón. Juan no comprendió nada. Se sintió intrigado y siguió a la señora.

Corrió un poco, pues la vieja caminaba rápido. La alcanzó en la salida que daba hacia la Avenida Principal. Había mucha gente, como todas las mañanas. Juan no sabía lo que hacía, ni para qué corría, sólo perseguía a la señora, quería entender lo que la anciana había dicho.

La vieja volteó, sabía que Juan la seguiría. Se rió. Ella sabía lo que pasaría en los siguientes segundos. Juan no.

En ese instante, unos asaltantes salían del banco más cercano a la estación del metro. Habían cargado con buena parte del dinero que había y estaban aterrados, la policía los venía siguiendo. Tiros, confusión, gritos, gente corriendo. Todos corrían, menos Juan y la anciana. Juan no sabía lo que sucedía, era como si la película pasara ante sus ojos en cámara lenta. La anciana miraba a lo lejos la escena, esperando su momento para entrar en acción.

Juan cayó al piso. Ni siquiera sintió la bala, solo un ardor intenso y un dolor profundo. Respiró como pudo y trató de mirar a su alrededor, buscando la cara de la anciana. La miró. Ella también lo estaba viendo. La vida se le fue en segundos. Juan nunca supo que era millonario. Juan no miró la historia de su vida pasársele ante sus ojos, sólo sentía ardor dentro del cuerpo y dijo la última grosería del día y de su vida: “¡Coño de la madre!”

En medio del desastre, la señora se acercó al cuerpo de Juan. Sin que nadie se diera cuenta, buscó en el bolsillo del pantalón, sacó de la cartera el billete de lotería y le devolvió la cartera al difunto. Le echó la bendición y se fue contenta. Ahora, ella era la millonaria.

Sonó el despertador. Eran las 6 de la mañana. Una voz en la radio leía los titulares del día. Juan abrió los ojos abruptamente y se tocó el estómago. No encontró sangre y el único dolor que tenía era porque la noche anterior no había cenado y su estómago le informaba de su hambre matinal. Juan recordó todo rápidamente: la noche, el sueño, la lotería, la modelo vestida de azul, los números, 2, 5, 29, 42, 30, el perro, el baño, el metro, el calor, la vieja, los disparos, él en el piso, la anciana mirándolo.

Se puso de pie de un golpe y buscó dentro de la cartera, allí estaba el billete con los números, intacto, impoluto, perfecto. Lo miró y acto seguido lo rompió. Lo único que le pasaba por la mente mientras lo hacía era la idea de que ya era millonario: estaba vivo.

lunes, junio 11, 2007

Todo al mismo tiempo


Lunes. 1:03 a.m. Buenos Aires, Argentina.
Patricia estudiaba para el parcial de anatomía. Comenzaba a llegar el invierno y el frío la hacía tomar más café de lo habitual y fumar más de lo que el médico le había recomendado.
Trataba de concentrarse, pero no podía dejar de pensar en él, su amor de siempre, su amor profundo, su amor verdadero. Cerró los ojos y se acordó de la vez que hicieron el amor en Mar del Plata. Y como si su memoria hubiera sido poseída por un editor de cine, comenzaron a circular las imágenes: el helado que se comieron en Uruguay, el cumpleaños que él le celebró a ella en Colombia, el año nuevo que recibieron en la playa, el anillo que él le regaló y que ella aceptó con dudas, la vez que lloraron caminando por Puerto Madero, las llamadas durante la madrugada, el disfraz de Buzz que tanto le gustaba. “¿Volveré a enamorarme alguna vez?”, le entró la duda. Con Mauricio no había funcionado. A Patricia le estaba siendo difícil olvidarse de Ernesto.

Domingo. 11:03 a.m. Bogotá, Colombia.
Una vez más Ernesto se puso el traje de Buzz un domingo en la noche. Se paró frente al espejo y se miró. Sonrió y apareció la cara de niño que tiene a pesar de sus casi 30 años. Le gustaba este disfraz, lo hacía sentir poderoso, valeroso. Aunque la verdad era que valiente no figuraba como palabra posible en este momento de su vida.
Sobre la mesa de luz había un pasaje de avión. Madrid. “Dos días. En dos días nos vemos”, pensó para sus adentros. Se quitó el traje y encendió la televisión a ver si el sueño lo atrapaba. Una vez más apareció Julia Roberts en la pantalla. Compraba ropa en una tienda de Los Ángeles con la tarjeta de crédito de Richard Gere.

Lunes. 6:03 a.m. Madrid, España.
Ana estaba desvelada. Llevaba más de dos horas dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño nuevamente. Recordaba la llamada de Ernesto de la noche anterior y no podía creer que él llegara en apenas dos días. Tenía más de 5 años sin verlo, sin mirarlo a los ojos, sin olerlo, sin tocarlo. “¿Cómo será el reencuentro?”, se dijo. Luego, ella misma decidió no elucubrar ninguna historia y simplemente esperar que llegara el momento de ir al aeropuerto.
Encendió la radio a ver si la música le calmaba la ansiedad. Comenzaba a sonar la legendaria canción “Pretty Woman”, un locutor venezolano hablaba a esa hora en la radio. Su nombre era Pablo.

Lunes. 12:03 a.m. Caracas, Venezuela.
Carola decidió conectarse a Internet a ver si su hermano Pablo estaba en línea. A pesar de la distancia física, ellos habían logrado mantenerse tan unidos como de costumbre. Conversaban por teléfono, se enviaban correos, hablaban por el chat, se enviaban paquetes y regalos todos los meses. Carola vivía sola. Ya hacían tres años desde que Pablo se fue a Europa. Ella aún estaba ahorrando para visitarlo.
No tuvo suerte esa madrugada de lunes. Pablo aparecía off line. Carola se quedó vagabundeando por la red un rato más. Estaba aburrida y sin sueño. Decidió entrar a una sala de chat de extranjeros a ver a quién se encontraba por ahí.

Lunes. 1:03 a.m. Buenos Aires, Argentina.
Luego de un día rutinario, como todos los de su vida desde que Patricia y él se separaron, Mauricio llegó a su casa, se sirvió un trago de aguardiente, se quitó la camisa –a pesar del frío- y se quedó mirando por el balcón de su casa mientras se bebía el líquido transparente que le quemaba la garganta. Había dejado de fumar hace algunos meses, cuando ella se fue del apartamento, pero a esa hora de la noche siempre le provocaba un cigarrillo. Recordó todas las veces que él y ella compartieron humo y besos en ese lugar y se puso de mal humor, como todas las noches. Terminó el trago de un solo golpe, se sentó frente a la computadora y entró a una sala de chat para extranjeros. Algo pasaría esa noche.

Lunes. 6:03 a.m. Madrid, España.
Pablo presentó la canción y se acordó de la primera vez que vio esa película en el cine. Él tenía unos 8 años y se había enamorado perdidamente de Julia Roberts, de su enorme boca y de su cabello rojo.
Durante los tres años que Pablo había vivido en Madrid, había pasado por todos los sentimientos posibles. Lo mejor y lo peor, lo más bueno y lo menos bueno. Ser locutor no estaba entre sus planes, pero bueno, era el trabajo que tenía. En este tiempo había logrado ahorrar suficiente dinero y coraje para volver a cambiar de continente y darle otro giro a su vida.
Pablo quería ser médico, neurólogo. Finalmente, se decidió. Se marcharía a Buenos Aires a comenzar nuevamente. Su hermana, Carola aún no lo sabe. Ella seguía ahorrando para ir a Europa. Pero Pablo decidió que era hora de dejar que cada quien luchara por sus propios sueños. Los de él estaban muy claros y se encontraban al sur de América.

miércoles, junio 06, 2007

Cambio de velocidad


El pasado.
Fui un bólido. Caminé a los 9 meses, comencé a hablar apenas cumplí un año (y no he parado desde entonces), quise comer sola desde el año y medio, a esa misma edad escogía de mi guardarropa lo que quería ponerme, leí y escribí a los 5 años, tuve mi primer novio a los 10 años, el primer beso fue a los 12 y llegué a la universidad a los 17. A los 18 ya trabajaba como periodista y antes de cumplir los 22 años terminé la tesis de grado.

El presente.
En dos meses cumplo 33 años. No me siento ni demasiado joven ni demasiado adulta. Me siento mujer, simplemente. Me siento en una edad razonable para comenzar una nueva vida. Me siento en la edad interesante para comenzar una relación de verdad. En una edad para, como de hecho ya lo hice, dar un vuelco a mi profesión “original”, obtener otro título y comenzar a ejercer como psicoterapeuta, con todo y lo que significa comenzar de cero en un mundo profesional hasta ahora desconocido.

En el pasado.
Tenía el pie en el acelerador. Quizá pensé que mientras más kilómetros recorriera, iba a ganar extra millas para ir quién sabe a dónde. Lo viví de esa manera. Salí con quien quise, de la manera como quise, amé y fui amada, rechacé y fui rechazada, engañé y me engañaron, viví, gocé, sufrí, dije que sí mil veces y no unas cuantas.
Trabajaba más de 12 horas al día, ganaba mucho dinero, rumbeaba los fines de semana, bebía y a veces me emborrachaba, viajé por donde quise. Creía que tener muchos amigos (en cantidad) era cool y mientras más teléfonos de hombres en mi agenda, me sentía más mujer. Coleccioné hombres como barajitas de álbum, tratando siempre de encontrar alguna novedad para no repetir…

En el presente.
Paré el auto o al menos bajé la velocidad a un casi imperceptible. Aprendí a decir que no cuando no quiero. Trabajo muchas menos horas que antes y en algo que amo y que me nutre cada día más. Y lo mejor de todo, lo disfruto enormemente. Valoro el dinero de otra manera y no sólo para adquirir un bien tras otro. Disfruto estar en mi casa. Disfruto a mis padres y no peleo con ellos. Los miro con amor y recibo de ellos todo lo que tienen para darme. Los viernes en la tarde juego en la computadora con mi hermosa sobrina. Duermo hasta tarde si quiero. Prácticamente no bebo. Tengo pocos y buenos amigos. Boté el álbum de barajitas de hombres.
Esta es mi velocidad de hoy. Leo mucho, escribo, crezco, pienso, amo, hago y a veces no hago. Me tomo un minuto de cuando en cuando para respirar y ver alrededor. Escucho música y canto en el auto. Ya no estoy apurada por llegar a ningún lado.


Como dice Bert Hellinger, "Estando parado me encuentro en el verdadero camino". Así que ya estoy donde quiero estar. Mañana veremos.

Con el silencio como amigo


Encontré un nuevo amigo: el silencio.


Me hice amiga de él en un momento de tristeza, de dolor profundo.


Apagué las luces, quité la música, apagúé el televisor y dejé que mi cuerpo se entregara completamente al puff rojo. Era de noche, era domingo.


No sé cómo, pero llegó el silencio. Llegaron también las lágrimas y me dejé llevar por el sentimiento, por lo que el cuerpo quería sacar, por lo que mis sensaciones tenían para decir.


Pasados los minutos, todo se volvió negro. Lejos de ser malo, fue bueno. Lejos de sentir miedo, sentí paz. Lejos de estar triste, sentí vacío y alivio al mismo tiempo.


Desde ese domingo estoy un poco encerrada en mi mundo. Salgo poco, me quedo quieta, digo que no, me guardo, me reservo y me preservo. Desde ese domingo ando con el silencio como amigo, con ganas de que el ruido de la cotidianidad no me haga olvidarme de esta nueva fraternidad y de lo mucho que me está gustando estar así.

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