lunes, enero 22, 2007

El traje de hada madrina

Siempre me ha costado aceptar esto de que no le gusto a un hombre, especialmente si a mí sí me gusta él. No creo que sea nada original en este pensamiento, sólo que ahora tengo la valentía suficiente para declararlo ante el mundo.

Hasta hace un año, jugaba a ser el hada madrina o la mujer con poderes mágicos que podía conquistar a cualquiera. ¿Cómo lo lograba? De variadas y diferentes maneras.

Primera aclaratoria: ¿Estoy buena? No, no lo creo. Con honestidad y autoestima, no creo pertenecer a ese grupo de mujeres que hacen que los hombres volteen en la calle como tontos con la boca abierta. Mis encantos van por otra parte.

Entonces, ¿cómo si no estoy buenota lograba conquistar al tipo que yo quería? Era justo allí cuando me ponía el traje de hada madrina y varita mágica en mano cambiaba el destino de mi amado. Todo con tal de que me quisiera (aunque sea un poquito)

Yo solía hacer todo un estudio de mercado. Observaba al hombre, lo investigaba profundamente, como un científico a sus ratas de laboratorio, buscaba información. Era como una detective. Al final, podía saber en cuestión de días si al tipo le gustaba la remolacha, qué tipo de películas veía cuando iba al cine, cuál era su grupo de música preferido y hasta por qué había terminado su más reciente relación.

Con esta información en las manos, me convertía en la mujer que él quería. Si a él le gustaba ir al Ávila, a mí también. Si a él le gustaba María Teresa Chacín, yo me compraba todos sus Cd’s y me convertía en una experta en la materia. Me hacía la mejor amiga de sus amigos. De una manera u otra me volvía indispensable en su vida.

La magia podía durar un rato. Ellos no dejaban de sorprenderse de nuestra conexión perfecta, casi hecha en el cielo. Y mientras tanto, yo alzaba mis manos como una campeona pues había logrado mi objetivo. Pero, ¿Realmente había logrado algo? ¿Tenía alguna razón para celebrar?

Los problemas comenzaban cuando mis costuras afloraban y en vez de querer ir al Ávila, yo quería ir a pasear en un centro comercial, o cuando en vez de escuchar a la Chacín como siempre, yo trataba de poner un Cd de U2, para variar la melodía. En lo que la máscara que utilizaba comenzaba a desprenderse, la magia se evaporaba. Y yo, tan ilusa como el primer día, no lo lograba entender por qué si yo había hecho todo lo que había podido, la cosa no había funcionado. Al final, salía frustrada de la relación, culpándolo a él de insensible, de no valorarme o de cualquier cosa.

Cuando comencé a observarme en esta dinámica poco saludable, en la que además invertía una cantidad de energía enorme, las cosas cambiaron. Lo primero que hice fue botar a la basura la varita mágica, el traje de hada madrina y los Cd’s de María Teresa Chacín, Deep Forest y otros tantos grupos que ni recuerdo y que jamás me gustaron.

Luego, comencé a ver qué era lo que realmente a mí me gustaba. ¡Ah! Allí entendí que no me gusta subir el cerro Ávila, que prefiero verlo desde un hermoso restaurante con una bebida en la mano. Cambié la dirección de la lupa y comencé a investigarme a mí misma, a conocerme.

Comencé a decidir por mí, basándome en mis gustos y en mis necesidades reales. Sin cerrarme ante otro y a la vez preguntándome si realmente deseo estar aquí, en este momento, con esta persona; es decir, dándome voz y voto en mi propia existencia.

Si al otro no le gusta lo que ve en mí, prefiero que siga su camino, así ninguno de los dos pierde tiempo ni energía. Si no me gusta lo que veo en el otro, sigo de largo. No trato de cambiarlo ni de adaptarme a él. Como dijo alguna vez el gran Fritz Perls, “Si nos encontramos, será maravilloso. Si no, no podrá remediarse”.

lunes, enero 15, 2007

La guerrera y la princesa

En una mesa de un restaurante de Caracas estàbamos cuatro mujeres sentadas. Nos conocemos desde hace por lo menos 10 años. Todas somos profesionales graduadas. Todas somos independientes. Todas hemos vivido solas. Todas hemos viajado. Todas nos sentimos orgullosas de tener los pantalones bien puestos y ademàs, màs de una vez todas hemos dicho que no necesitamos a un hombre a nuestro lado para ser feliz. Ah! Y todas somos solteras y en este momento no tenermos una pareja estable.

Las escucho hablar de los hombres y no puedo dejar de sentir cierta desazòn. Las miro y ràpidamente puedo decir que hablan desde su rol de guerreras, de mujeres que creen que pueden con todo, mujeres activas, de esas que pagan sus cuentas y cambian un caucho si es necesario, mujeres que no piden ayuda, mujeres a las que les cuesta mostrarse vulnerables. Las reconozco porque hasta hace pocos meses èse era mi rol preferido o quizà el ùnico que utilizaba.

Hasta hace unos meses, catalogaba a la vulnerabilidad como algo negativo. ¿Mostrarme necesitada? Ni de vaina! ¿Mostrarme vulnerable? Ni por error!

Ser una guerrera no es un problema en sì. La fuerza femenina es una realidad y me siento orgullosa de tener esta energìa conmigo. El problema, para mi entender, aparece cuando como mujer me quedo tan pegada en mi rol de guerrera que se me olvida còmo ser princesa. El problema se agiganta cuando soy tan guerrera que los hombres no son màs que indios que no me llegan ni a los talones.

Eso tratè de explicarles a mis amigas en esa mesa del restaurante. Esta idea simple y a la ves compleja de que mientras màs reconciliadas estemos con nuestra princesita o mientras màs en contacto estemos con nuestra egergìa femenina (receptiva, pasiva, que espera), mejor serà nuestra relaciòn con el sexo opuesto.

No en vano he escuchado en muchos ejercicios terapèuticos relacionados al tema de lo masculino y lo femenino que mientras màs mujeres somos como mujeres, màs se desarrolla el hombre que està en los hombres. Y por lo tanto, mejor podrà ser la relaciòn entre lo que por naturaleza està para complementarse.

Si como mujeres dejamos de competir con los hombres, bien sea por un cargo, una posiciòn, por el dinero o por quièn tiene la razòn, creo que mejor nos irà en nuestro rol femenino, porque podremos dedicar nuestra energìa y tiempo en ser mujeres, en ser pasivas, en ser receptoras, en aprender a esperar y a recibir.

La invitaciòn que me hago a diario y que le hago a las mujeres que tengo a mi alrededor es la de sacar a pasear con màs fecuencia a nuestra princesa y sentirnos orgullosas de ella, con su vulnerabilidad, receptividad y pasividad, caracterìsticas de las que tambièn me siento orgullosa.

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