Encontré un nuevo amigo: el silencio.
Me hice amiga de él en un momento de tristeza, de dolor profundo.
Apagué las luces, quité la música, apagúé el televisor y dejé que mi cuerpo se entregara completamente al puff rojo. Era de noche, era domingo.
No sé cómo, pero llegó el silencio. Llegaron también las lágrimas y me dejé llevar por el sentimiento, por lo que el cuerpo quería sacar, por lo que mis sensaciones tenían para decir.
Pasados los minutos, todo se volvió negro. Lejos de ser malo, fue bueno. Lejos de sentir miedo, sentí paz. Lejos de estar triste, sentí vacío y alivio al mismo tiempo.
Desde ese domingo estoy un poco encerrada en mi mundo. Salgo poco, me quedo quieta, digo que no, me guardo, me reservo y me preservo. Desde ese domingo ando con el silencio como amigo, con ganas de que el ruido de la cotidianidad no me haga olvidarme de esta nueva fraternidad y de lo mucho que me está gustando estar así.
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